“Y tomad el yelmo de la salvación” (Efesios 6:17a).
El
yelmo era el casco militar propio de los soldados romanos, sin el cual nunca
entraban en la batalla. Algunos estaban hechos de cuero grueso cubierto con
placas metálicas, y otros de bronce u otro metal pesado que había sido moldeado
o martillado. También tenía lengüetas para proteger el rostro y las orejas.
Lo
primero que hay que tener en cuenta es que el verbo «Tomad (gr. déxasthe,
en imperativo de aoristo)» aquí significa «recibir» o «aceptar», porque la
salvación es un regalo de Dios, no nos la procuramos nosotros mismos.
De
la misma manera que un yelmo era aceptado por un soldado de la mano del
oficial encargado de la provisión y la distribución de las piezas de la
armadura, así la salvación y todo lo relacionado con ella, es un don gratuito
de Dios.
Se
le llama «yelmo» a la salvación porque la seguridad de la salvación presente y
futura (comp. con 1 Ts 5:8) es el mejor casco de protección para la cabeza, es
decir, nos protege de todos los ataques de nuestro enemigo. Este yelmo impedirá
que los malos pensamientos que a veces llegan a nuestra mente aniden en ella.
La
mente del creyente está segura y protegida cuando el pensamiento de su
salvación la rodea plenamente; además, el cristiano debe ocuparse de ella con
temor y temblor, es decir, con diligencia y cuidado (Fil 2:12). Si este
pensamiento está firmemente anclado a la mente del creyente, se mantendrá firme
frente a las artimañas de Satanás.
El
diablo procura cada día que no disfrutemos de la posición de victoria que
tenemos en Cristo Jesús, e intenta llenar nuestra cabeza de pensamientos
mundanos, de ahí que, cubierta la cabeza con el yelmo de la salvación, el
pecado no tendrá cabida y nos mantendremos firmes en el Señor.
Si
no fuese por el hecho de que en medio de las pruebas y adversidades de esta
vida contamos con todo lo que Dios nos ha regalado, podríamos fácilmente
abandonar la lucha. Es precisamente este precioso tesoro, la salvación, lo que
nos da aliento y fuerzas para continuar en la batalla; puesto que el que
comenzó en nosotros la buena obra la perfeccionará hasta el día de Jesucristo
(Sal 138:8; Fil 1:6).
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