sábado, 20 de mayo de 2017

CRECIMIENTO A TRAVÉS DE LA PALABRA.

     Cuando oímos y creímos en el mensaje de salvación que Dios nos revela en su Palabra, comenzamos a experimentar una nueva vida espiritual. Todo aquel que participa de esta nueva vida en Cristo comienza por nacer espiritualmente. En las personas este principio espiritual se asemeja a la infancia humana: está sujeto a crecimiento, desarrollo y madurez.
     Para llegar a la madurez hace falta una buena alimentación, indispensable para el crecimiento y desarrollo adecuado. Al igual que un bebé toma primeramente leche, después papilla y por último alimento sólido, nosotros tenemos que alimentarnos con la Palabra de Dios de una manera progresiva, equilibrada y saludable. El alimento debe ser apropiado para cada etapa del desarrollo.
     La Biblia, la Palabra de Dios, se considera como alimento espiritual. Es como leche para niños espirituales, como alimento sólido para quienes son más maduros en lo espiritual.

     "desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación"  (1 Pedro 2:2).

     La Palabra de Dios es el alimento espiritual que nutre para el crecimiento espiritual. La manera en que se responde a la Palabra determina si se ha progresar espiritualmente hacia la madurez cristiana o si se ha de permanecer en la etapa de infancia espiritual con las peligrosas características de esa infancia prolongada.
     Nuestro desarrollo espiritual está relacionado directamente con nuestra respuesta a la Palabra de Dios. Dios se revela plenamente en las Escrituras. La Biblia revela su santidad, justicia, verdad, misericordia y amor. Las Escrituras revelan también la naturaleza de Dios, su plan y voluntad para el hombre. En esta revelación Dios se manifiesta.
     Aprendemos a servirle correctamente, a corregir todo aquello que estorba el desarrollo de nuestra relación con Él. Aprendemos a buscar su voluntad y a encontrar sus propósitos para nuestra vida espiritual. Él nos ilumina y nos indica el camino que debemos seguir, a través de su Palabra.
     Las Escrituras nos nutren para crecer espiritualmente porque son vivificadas por Dios y nos dan la vida. Pero para ello, los creyentes debemos permitir que la Palabra de Dios cambie en nosotros lo que Dios desea cambiar. Al desear lo que Dios desea, crecemos y nos desarrollamos en nuestra semejanza a Cristo (2 Corintios 3:18).
     No estudiamos la Biblia simplemente para obtener conocimiento y alcanzar un certificado o titulación. El propósito de nuestro aprendizaje no consiste en prepararnos para superar un examen, sino en prepararnos para experimentar una vida completa, centrada en Cristo.
     La personalidad total del creyente ha de ser transformada por la realidad de Dios dentro de nosotros para que la vida del creyente sea una expresión fiel de la verdad de Dios. Al crecer la vida cristiana interiormente, debe ocurrir una transformación progresiva del carácter, valores, motivos, actitudes y conducta del creyente para conformarlo a la personalidad de Dios como se expresa en Jesús. Los creyentes deberíamos ser más y más como Cristo.
      Los cuatro usos de las Escrituras que aparecen en el pasaje de 2 Timoteo 3:14-17 (enseñar, redargüir, corregir, instruir en justicia) tienen como meta básica preparar al hombre de Dios para toda buena obra.  Si deseamos crecer espiritualmente, deberíamos estudiar las Escrituras; si queremos ayudar a otra persona a madurar espiritualmente, deberíamos ayudarle a estudiar la Biblia.
     Sólo la Biblia puede responder a nuestros interrogantes sobre la vida. La lectura de la Palabra de Dios nos explicará y nos ayudará a resolver los problemas que surjan cada día. Nos traerá paz, gozo y bendición.
     Nuestro desarrollo espiritual depende de la Palabra de Dios. A través de la Palabra escrita, Dios nos revela la Palabra Viva, nuestro Señor Jesucristo. Creceremos en relación directa con la cantidad de tiempo que le dediquemos a la Palabra de Dios, tanto en leerla como en obedecerla. Al igual que en nuestra vida biológica comemos todos los días, en nuestra vida espiritual deberíamos leer la Biblia todos los días.

     "Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí"  (Palabras de Jesús en el evangelio de Juan 5:39).

   
   
   


     


domingo, 7 de mayo de 2017

EL GRAN MANDAMIENTO (MATEO 22:34-40).

Los rabinos de la época de Jesús pasaban mucho tiempo en discusiones sobre el valor relativo de los mandamientos. Todo ello era una discusión teológica, llena de sutilezas y formas tendentes a reafirmar el sistema legalista en que estaban inmersos. No es de extrañar que aquí se formule una pregunta en el sentido y forma habitual entre los maestros de entonces: ¿Cuál es el gran mandamiento en la Ley?

"Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mateo 22:37-39).

El propósito del escriba era poner a prueba a Jesús, en el sentido de saber cómo pensaba y entablar conversación con él, satisfaciendo así su propia curiosidad y la de sus amigos.
La respuesta de Cristo fue contundente. El Maestro relacionó y equiparó entre sí el amor a Dios expresado en el Shemá o credo judío (Deuteronomio 6:4,5) con el amor al prójimo de Levítico 19:18.
Esto nos enseña que el amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables. No se puede amar a Dios sin amar también al prójimo, puesto que este último amor es en realidad una consecuencia del primero.
Lamentablemente, muchos creyentes fundamentalistas sólo insisten en el primer gran mandamiento, mientras que muchos de sus hermanos liberales tienden a hacer énfasis en el segundo, sustituyendo de esta manera la fe vital en Cristo y la consagración a Dios por la obra social.

Jesús responde a la pregunta llamando la atención al amor a Dios como principal mandamiento. Las palabras del Maestro no dan pie a discusiones y confrontaciones teológicas. Toma nuevamente la Escritura para afirmar en ella y sobre ella su respuesta, usando el pasaje de Deuteronomio. Este era un texto familiar en la sociedad de Israel, tanto así que solía escribirse en una pequeña tira de pergamino y colocarla en algún lugar de la casa y en un estuche para atarla sobre el brazo.
El hombre ha sido creado con capacidad de amar y para amar como meta de su vida. El amor es el cumplimiento absoluto y completo de la ley (Romanos 13:8-10), por cuanto quien ama no incumple ningún precepto establecido por Dios, ni busca, en provecho propio, ofender al prójimo.

Amor es la primera y gran cosa que Dios nos demanda y, por consiguiente, lo primero y lo mayor que hemos de ofrecerle. Hemos de amar a Dios porque es nuestro Padre Celestial, obedeciéndole en todo y dependiendo de Él en todo. Hemos de amarle con todo nuestro ser.
Dios no escatimó nada por el hombre y la evidencia suprema de su amor consistió en entregar a su mismo Hijo por nosotros (Juan 3:16). No existe un amor mayor que éste. A un amor de esta naturaleza tenemos que dar una respuesta de amor incondicional y de entrega total, no viviendo ya para nosotros mismos, sino viviendo para Él (2 Corintios 5:14-15).

Unido al amor a Dios está también el amor al prójimo. El mandamiento del amor al prójimo aparece en la Ley, en la cita de Levítico que vimos anteriormente. Los maestros de Israel habían desvirtuado el mandamiento al considerar que prójimo era únicamente los pertenecientes al pueblo de Israel, e incluso, algunos consideraban sólo prójimo al que cumplía la Ley y llevaba una vida en consonancia con la tradición de los ancianos. En cierta medida, para ellos, tanto los publicanos como los pecadores, no eran verdaderamente prójimos. Reflexionemos, ¿no sucede esto mismo hoy día en nuestras iglesias?
Quien ama al prójimo como a sí mismo no tendrá ningún pensamiento impropio ni realizará ninguna acción indigna contra él. Además, el segundo mandamiento de amar al prójimo es la consecuencia y la evidencia de cumplir el primero, porque "si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien a visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?" (1 Juan 4:20).
Es interesante notar que en el mandamiento del amor al prójimo se vincula con el amor a uno mismo: "cómo a ti mismo".  Pero este amor no ha de ser incorrecto ni egoísta, sino un amor conforme al pensamiento de Dios. El apóstol Pablo enseña a tener un concepto de uno mismo, moderado y ecuánime, la prohibición es a un concepto personal más alto del que corresponda (Romanos 12:3). Una idea pietista o espiritualista pretende hacer creer que el verdadero cristiano debe despreciarse a sí mismo y sentirse como inútil para todo, sin recursos personales válidos. Eso es, en cierta medida, un insulto a Dios que ha hecho al hombre a su imagen y semejanza y ha dotado a cada uno con dones naturales que caracterizan a cada persona y hacen de él una entidad única en relación con el resto. Pensemos que si Dios es bueno para con todos (Salmo 145:9), quienes se llaman sus hijos han de seguirle en esa misma conducta. El Señor enseña el amor universal, esto es, amar sin exclusión a todos.
La vida cristiana no consiste en hablar o definir el amor sino en amar. Nuestro Señor amó a todos sin excepción y estableció como seña identificativa a todos los suyos la manifestación del amor. Lamentablemente el amor hacia el hermano en Cristo no es la expresión natural de vida en todos los creyentes. El espectáculo de divisiones entre los cristianos es el peor testimonio de Cristo ante el mundo. Algunos creen que pueden dejar de amar a sus hermanos y mantener comunión con ellos, en un mal entendido deseo de defender los principios bíblicos que, para ellos, son quebrantados por los otros y, por tanto, no merecen ser amados. Tal condición de vida y relación es carnalidad en lugar de firmeza delante de Dios. No se puede decir que se conoce a Dios sin cumplir sus mandamientos, la obediencia es manifestación de conversión (1 Juan 2:4-5). Tenemos que amar al prójimo con la misma sinceridad y con el mismo interés con que nos amamos a nosotros mismos; incluso hemos de negarnos a nosotros mismos por el bien de nuestro prójimo.

Estos dos mandamientos sintetizan todos los deberes del hombre hacia Dios y hacia el prójimo que se encuentran en el Antiguo Testamento, esto es, en la "Ley y los profetas". El escriba admitió que era cierta la respuesta de Cristo, agregando además que ese amor tenía más importancia que todos los sacrificios. Así demostraba darse cuenta de que las ceremonias y el formalismo de los fariseos no bastaban para agradar a Dios. Se necesitaba una renovación espiritual.
Metamos, pues, el corazón en estos dos mandamientos como en un molde, y empleemos todos nuestro celo en la defensa y en la evidencia de su observancia, no en controversias necias y vanas palabrerías (2 Timoteo 2:16; Tito 3:9). ¡Que todo lo demás se rinda e incline al poder imperioso de la ley del amor!