domingo, 7 de mayo de 2017

EL GRAN MANDAMIENTO (MATEO 22:34-40).

Los rabinos de la época de Jesús pasaban mucho tiempo en discusiones sobre el valor relativo de los mandamientos. Todo ello era una discusión teológica, llena de sutilezas y formas tendentes a reafirmar el sistema legalista en que estaban inmersos. No es de extrañar que aquí se formule una pregunta en el sentido y forma habitual entre los maestros de entonces: ¿Cuál es el gran mandamiento en la Ley?

"Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mateo 22:37-39).

El propósito del escriba era poner a prueba a Jesús, en el sentido de saber cómo pensaba y entablar conversación con él, satisfaciendo así su propia curiosidad y la de sus amigos.
La respuesta de Cristo fue contundente. El Maestro relacionó y equiparó entre sí el amor a Dios expresado en el Shemá o credo judío (Deuteronomio 6:4,5) con el amor al prójimo de Levítico 19:18.
Esto nos enseña que el amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables. No se puede amar a Dios sin amar también al prójimo, puesto que este último amor es en realidad una consecuencia del primero.
Lamentablemente, muchos creyentes fundamentalistas sólo insisten en el primer gran mandamiento, mientras que muchos de sus hermanos liberales tienden a hacer énfasis en el segundo, sustituyendo de esta manera la fe vital en Cristo y la consagración a Dios por la obra social.

Jesús responde a la pregunta llamando la atención al amor a Dios como principal mandamiento. Las palabras del Maestro no dan pie a discusiones y confrontaciones teológicas. Toma nuevamente la Escritura para afirmar en ella y sobre ella su respuesta, usando el pasaje de Deuteronomio. Este era un texto familiar en la sociedad de Israel, tanto así que solía escribirse en una pequeña tira de pergamino y colocarla en algún lugar de la casa y en un estuche para atarla sobre el brazo.
El hombre ha sido creado con capacidad de amar y para amar como meta de su vida. El amor es el cumplimiento absoluto y completo de la ley (Romanos 13:8-10), por cuanto quien ama no incumple ningún precepto establecido por Dios, ni busca, en provecho propio, ofender al prójimo.

Amor es la primera y gran cosa que Dios nos demanda y, por consiguiente, lo primero y lo mayor que hemos de ofrecerle. Hemos de amar a Dios porque es nuestro Padre Celestial, obedeciéndole en todo y dependiendo de Él en todo. Hemos de amarle con todo nuestro ser.
Dios no escatimó nada por el hombre y la evidencia suprema de su amor consistió en entregar a su mismo Hijo por nosotros (Juan 3:16). No existe un amor mayor que éste. A un amor de esta naturaleza tenemos que dar una respuesta de amor incondicional y de entrega total, no viviendo ya para nosotros mismos, sino viviendo para Él (2 Corintios 5:14-15).

Unido al amor a Dios está también el amor al prójimo. El mandamiento del amor al prójimo aparece en la Ley, en la cita de Levítico que vimos anteriormente. Los maestros de Israel habían desvirtuado el mandamiento al considerar que prójimo era únicamente los pertenecientes al pueblo de Israel, e incluso, algunos consideraban sólo prójimo al que cumplía la Ley y llevaba una vida en consonancia con la tradición de los ancianos. En cierta medida, para ellos, tanto los publicanos como los pecadores, no eran verdaderamente prójimos. Reflexionemos, ¿no sucede esto mismo hoy día en nuestras iglesias?
Quien ama al prójimo como a sí mismo no tendrá ningún pensamiento impropio ni realizará ninguna acción indigna contra él. Además, el segundo mandamiento de amar al prójimo es la consecuencia y la evidencia de cumplir el primero, porque "si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien a visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?" (1 Juan 4:20).
Es interesante notar que en el mandamiento del amor al prójimo se vincula con el amor a uno mismo: "cómo a ti mismo".  Pero este amor no ha de ser incorrecto ni egoísta, sino un amor conforme al pensamiento de Dios. El apóstol Pablo enseña a tener un concepto de uno mismo, moderado y ecuánime, la prohibición es a un concepto personal más alto del que corresponda (Romanos 12:3). Una idea pietista o espiritualista pretende hacer creer que el verdadero cristiano debe despreciarse a sí mismo y sentirse como inútil para todo, sin recursos personales válidos. Eso es, en cierta medida, un insulto a Dios que ha hecho al hombre a su imagen y semejanza y ha dotado a cada uno con dones naturales que caracterizan a cada persona y hacen de él una entidad única en relación con el resto. Pensemos que si Dios es bueno para con todos (Salmo 145:9), quienes se llaman sus hijos han de seguirle en esa misma conducta. El Señor enseña el amor universal, esto es, amar sin exclusión a todos.
La vida cristiana no consiste en hablar o definir el amor sino en amar. Nuestro Señor amó a todos sin excepción y estableció como seña identificativa a todos los suyos la manifestación del amor. Lamentablemente el amor hacia el hermano en Cristo no es la expresión natural de vida en todos los creyentes. El espectáculo de divisiones entre los cristianos es el peor testimonio de Cristo ante el mundo. Algunos creen que pueden dejar de amar a sus hermanos y mantener comunión con ellos, en un mal entendido deseo de defender los principios bíblicos que, para ellos, son quebrantados por los otros y, por tanto, no merecen ser amados. Tal condición de vida y relación es carnalidad en lugar de firmeza delante de Dios. No se puede decir que se conoce a Dios sin cumplir sus mandamientos, la obediencia es manifestación de conversión (1 Juan 2:4-5). Tenemos que amar al prójimo con la misma sinceridad y con el mismo interés con que nos amamos a nosotros mismos; incluso hemos de negarnos a nosotros mismos por el bien de nuestro prójimo.

Estos dos mandamientos sintetizan todos los deberes del hombre hacia Dios y hacia el prójimo que se encuentran en el Antiguo Testamento, esto es, en la "Ley y los profetas". El escriba admitió que era cierta la respuesta de Cristo, agregando además que ese amor tenía más importancia que todos los sacrificios. Así demostraba darse cuenta de que las ceremonias y el formalismo de los fariseos no bastaban para agradar a Dios. Se necesitaba una renovación espiritual.
Metamos, pues, el corazón en estos dos mandamientos como en un molde, y empleemos todos nuestro celo en la defensa y en la evidencia de su observancia, no en controversias necias y vanas palabrerías (2 Timoteo 2:16; Tito 3:9). ¡Que todo lo demás se rinda e incline al poder imperioso de la ley del amor!







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