lunes, 19 de agosto de 2019

PREGUNTAD POR LAS SENDAS ANTIGUAS.

"Así dijo el Señor: Paraos en los caminos, y mirad, y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por él, y hallaréis descanso para vuestra alma. Mas dijeron: No andaremos. (Jeremías 6:16)".

En el capítulo 6 del libro de Jeremías, como en los dos anteriores, encontramos una profecía de la invasión de Judá y del sitio de Jerusalén por el ejército caldeo, como consecuencia de los pecados del pueblo que provocaron a Dios a descargar este castigo desolador; también tenemos un buen consejo de parte de Dios, para evitar esto, y una fiel promesa como recompensa para los obedientes.

El profeta ha estado describiendo una situación en la que tanto el pueblo como sus líderes viven en pecado. Todos están llenos de avaricia y de mentira, quieren ganar dinero sin importarles el método (vv. 13-15) y ese camino los va a llevar al castigo de Dios.

Jeremías les pidió que reconocieran que estaban caminando en el camino a la destrucción, tenían que detenerse y preguntar por el camino de las sendas antiguas, tenían que averiguar cuál era el buen camino. Hoy en día, la iglesia del Señor está caminando en el camino de la mundanalidad y la desobediencia a la Palabra; es cada vez más difícil encontrar diferencias entre el testimonio de un creyente y la vida de un inconverso. La iglesia se está preocupando más de agradar a esta sociedad que de predicar el Evangelio puro y verdadero que encontramos en la Palabra de Dios. Nos estamos aficionando a lo mundano, procurando únicamente alcanzar nuestros intereses personales, aunque perjudiquemos al prójimo.

Es importante notar que la Biblia menciona a menudo que la verdadera religión es un camino de obediencia. La expresión las sendas antiguas se refiere a los mandamientos y preceptos que Israel recibió del Señor en los comienzos de su historia (Éxodo 19-24). Tales mandamientos le mostraban el buen camino que debía seguir para vivir en conformidad con la voluntad de Dios.

El versículo 16 nos desafía a examinar nuestra propia vida. Es necesario que tomemos tiempo para meditar en nuestro estilo de vida. Debemos preguntarnos: ¿Lo que estoy haciendo glorifica a Dios o sólo satisface mis deseos personales? ¿Mi forma de vivir es para agradar a Dios o a los hombres? ¿Soy fiel y obediente a la Palabra de Dios?

Estas cuestiones y la respuesta de Dios a cada una de ellas son las mismas para el hombre de aquella época que para nosotros en el siglo XXI. Por ello, tenemos que tomar el buen camino, en el sentido ético y espiritual. Es el camino que agrada a Dios. No basta con conocer cuál es la voluntad de Dios; se debe estar dispuesto a andar, es decir, a vivir de acuerdo con la misma.

Si andamos por el buen camino hallaremos descanso para la vida espiritual. Jesús invitó a tomar su yugo (aceptar sus demandas) para encontrar el ansiado descanso que el ser humano necesita (Mateo 11:28-30).

La senda correcta de la vida es el camino antiguo, el camino justo que Dios indicó, pero el pueblo prefirió seguir su propio camino. La respuesta de ellos fue un rotundo NO. Prefirieron seguir viviendo en una situación pecaminosa, agradándose a sí mismos, antes que aceptar los mandatos del Señor. Y tú, ¿qué vas a hacer?






lunes, 6 de mayo de 2019

MARÍA MAGDALENA EN LA RESURRECCIÓN DE JESÚS.


En el capítulo 20 del Evangelio de Juan, el apóstol ofrece un relato puntual de las apariciones del Resucitado a distintos creyentes durante un periodo de tiempo que va desde ese acontecimiento hasta la ascensión a los cielos. Es el testimonio de quienes afirman haberlo visto y conversado con Él.
La resurrección se hace parte esencial de la predicación del evangelio, como se aprecia en uno de los escritos del apóstol Pablo: “Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Co. 15:3-4).
Juan considera la resurrección como el último tramo del tránsito hacia el Padre. No debe olvidarse que Jesús insistió antes de la Cruz, que él iba al Padre de donde había venido. La tumba se abre, simbólicamente hablando, para que el cuerpo resucitado de Jesús se haga visible a los suyos, revestido ya de inmortalidad, antes de ascender a la diestra de Dios.
Es interesante notar que ninguno de los evangelios describe la resurrección, sino los resultados de la resurrección, es decir, el Señor resucitado. Nadie fue testigo del acontecimiento en sí; no hay un detalle de cómo se produjo este hecho, simplemente se afirma que ocurrió, presentando dos grandes evidencias: a) el sepulcro vacío; b) las apariciones a distintos testigos en diferentes lugares y tiempo.

La tumba vacía (vv. 1-10).
Las narraciones de la resurrección comienzan con la historia de la visita al sepulcro. María Magdalena ve quitada la piedra y regresa inmediatamente para informar a Pedro y a Juan. Ella piensa que, al estar la tumba vacía, alguien o algunos habían llevado de allí el cuerpo muerto de Jesús. Eso ocurría con frecuencia en aquel tiempo, sobre todo en las tumbas de los ricos.
Los dos discípulos corrieron al sepulcro. Juan llega primero, pero el más impulsivo Pedro entra enseguida a la tumba. Juan le sigue dentro. Vieron los lienzos puestos allí y el sudario enrollado en un lugar aparte, señales de que no había sido un robo. Pero no entendieron.
El v. 8 dice que Juan vio “y creyó”. ¿Creyó qué? Aunque el relato no nos dice exactamente qué fue lo que Juan creyó, es obvio que él entendió que Jesús realmente estaba vivo. Aún no comprendía verdaderamente el alcance que la resurrección traía consigo, pero creía que Jesús había resucitado, por lo que sus ojos habían visto.
La reacción de Pedro no se describe en detalle. Pero el v. 9 hace una observación interesante acerca de ambos. A pesar de lo que le enseñó Cristo en su ministerio terrenal y del conocimiento de ellos acerca de lo que decían las Escrituras, no supieron que lo que habían observado había sido específicamente profetizado.
No cabe duda de que, interpretado en el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo, hay notables evidencias del anuncio de la resurrección de Jesús en las profecías. A modo de ejemplo, Jesús se refirió a la señal de Jonás sobre Su resurrección (Jon. 1:17); Oseas también profetizó sobre eso (Os. 6:2). El profeta Isaías hace mención expresa a ello (Is. 53:10-12); como también está presente en el libro de los Salmos (Sal. 16:10).
Pedro y Juan dejaron la tumba (v. 10). Juan no dio detalles de lo que hicieron después, sino volvió a referirse a María Magdalena. Ella había seguido a los discípulos a la tumba. A pesar de la reacción que ellos tuvieron ante la evidencia de la Resurrección, ella aún estaba perturbada.
Sin embargo, su tristeza estaba por convertirse en gozo inefable al ser la primera persona que vería al Salvador resucitado.

La aparición a María Magdalena (vv. 11-18).
La historia de la aparición a María Magdalena es única en este evangelio, como lo es también la historia de la aparición de Jesús a los dos discípulos en el camino a Emaús en el evangelio de Lucas.
María estaba fuera llorando junto al sepulcro, inclinándose de vez en cuando para mirar dentro. Estaba angustiada, emocionalmente deshecha. De repente ve, no solamente los lienzos, sino también a dos ángeles sentados en el sepulcro. Los ángeles le preguntan por qué llora. Ni la tumba vacía ni los lienzos, ni aún la presencia de los ángeles fueron suficientes para cambiar su estado emocional. Su problema era que había fijado sus pensamientos en el pasado. Es significante que solo cuando María vuelve la espalda a la tumba es cuando puede ver a Jesús.
Por experiencia propia podemos recordar ocasiones cuando un problema personal parecía haber llegado a lo más alto. Muchas veces Dios no interviene a favor nuestro con la respuesta necesaria hasta que no nos convencemos de que no hay otra solución. Cuando todos nuestros recursos físicos y emocionales se hayan agotado entonces nos daremos cuenta de que toda nuestra esperanza está en Dios. Es en ese preciso momento que Él entra y nos recuerda que Él siempre estaba allí. Su liberación es una bendición aun mayor cuando aprendemos que nuestra confianza en Él debe ser completa.
Jesús repite la pregunta “¿Mujer, por qué lloras?” (v. 15) Al incluir la pregunta “¿A quién buscas?” Jesús indica que su enfoque debe de ser en alguien no en algo. Ella buscaba un cadáver; Jesús se presenta en persona. Pero sus pensamientos estaban tan fijados en el pasado que le confunde con el hortelano. Vuelve una vez más a la tumba.
Es entonces cuando una sola palabra la hace reaccionar. Jesús la llama por su nombre: María, seguramente en la forma que le era habitual cuando estaba en su ministerio terrenal. Aquella voz y aquella forma era inconfundible para ella. Jesús había dicho que sus ovejas conocen Su voz (10:4). La oscuridad en el pensamiento de María dio paso a la luminosa luz de la presencia de Jesús a su lado. Sin duda se produjo un profundo cambio en ella. Las lágrimas desaparecieron y un gozo exultante la llenó en plenitud.
La reacción de María fue inmediata, volviéndose hacia Jesús y llamándole Raboni, que como es habitual en Juan, traduce diciendo que equivale a Maestro. Ese título se usaba con frecuencia para hablar de Dios. No es poco el amor y la familiaridad que María sentía por Jesús, pero no es menos el respeto que le merece aquel que es Dios-hombre. En esto debemos recordar que, aunque es nuestro amigo personal, nuestro hermano, no deja de ser el Soberano y eterno Dios, a quien se debe respeto supremo.
María no dejaba de abrazar los pies de Jesús. Ella quería mantenerse cerca del Señor, pero Él tenía otra misión para ella, que debía cumplir. María es comisionada por Jesús para ir a dar testimonio a los discípulos, en este caso llamados hermanos, de que el Señor había resucitado.
Con la expresión “No me toques” (v. 17), en cierto modo Jesús estaba diciendo a María, que primeramente debía llevar el mensaje y que tenía tiempo hasta la ascensión para estar con Él, pero no podría, por más que lo intentase, retenerlo aquí, porque Su misión concluida en la tierra, requería que regresase al Padre que le había enviado para ella.
El mensaje encomendado es sencillo, diles, a mis hermanos, que subo a mi Padre. El Señor les recordaba con ello que no debían esperar ya la presencia corporal suya como la habían tenido durante los tres años que estuvieron con Él. El tiempo de regreso al Padre que les había anunciado estaba a punto de cumplirse, y con ello se abriría el tiempo de relación espiritual con Él y de la presencia del Espíritu Santo como Vicario suyo en la tierra.
Era necesario que resucitase, pero también era necesario que ascendiese, porque entre otras cosas permite un cambio posicional de los creyentes que no siendo del mundo (17:14, 16), son ya ciudadanos del cielo y están posicionados en Cristo en los lugares celestiales (Ef. 2:6), por lo que deben buscar las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Col. 3:1).
María ya no tenía una fijación en el pasado, sino en la tarea a la cual Jesús le había comisionado. Le había encomendado el Señor que fuese a los discípulos y ella no se demoró en hacerlo (v. 18). María hizo dos cosas: a) consoló a los discípulos contándoles el encuentro con Jesús; b) les comunicó el mensaje que el Señor le había dado para ellos.
Juan dedica más espacio a esta aparición que a cualquier otra de los discípulos varones. En esta historia la misión y el testimonio se juntan. Jesús deja claro que uno es salvo para servir, y que nos llama por nombre a fin de que seamos enviados a otros.

martes, 26 de febrero de 2019

PROMESAS PRECIOSAS DE JESÚS.


El capítulo 14 del Evangelio de Juan se desarrolla en torno a la mesa donde Jesús come la cena de despedida con sus discípulos. Su muerte está cercana. La hora que Dios había determinado para que diese Su vida por nuestra salvación había llegado.
El mundo de los discípulos estaba a punto de ser sacudido. Pronto tendrían que pasar por momentos de angustia y sus sueños iban a verse frustrados por los acontecimientos que se aproximaban. Ante esa perspectiva, Jesús se apresuró a prepararlos para que no desmayaran.
¿No nos sucede algo parecido a todos en la actualidad? ¿No es cierto que de un momento a otro nos pueden sobrevenir los más terribles desencantos de la vida? Por eso es por lo que a nosotros también nos llegan oportunamente las promesas que Jesús da en este capítulo.

La promesa del cielo (vv. 1-14)
Hacía poco, Jesús les había hablado acerca de su muerte y su glorificación (Juan 13:31-38). Eso hizo que sintiera compasión de ellos, pues sabía muy bien que pronto se verían sumergidos en un mar de dolor y angustia. Por eso le habló de un momento en el futuro cuando todos los que creen en él se reunirán a su venida para recibir las mansiones eternas que les serán dadas.
Los que oyeron estas promesas hallaron en ellas una base sólida para afianzar su fe en Cristo en medio de la persecución y las tribulaciones que les sobrevendrían.
El Señor les advierte de la realidad de esa promesa. La palabra de Jesús no puede contradecirse y tendrá cumplimiento fiel, porque Dios no puede negarse a Él mismo. Es seguro lo que dice, de manera que nuestra esperanza no puede verse frustrada. El propósito de Jesús al consolar a sus discípulos es hacerles saber que todos tienen lugar en la casa del Padre, lugar que Él va a prepararles.
Han surgido muchas opiniones en relación con las mansiones o moradas en el cielo, pero la única verdad aceptable es que el cielo es un lugar amplio en el cuál entrarán todos los que se han acogido a la gracia de Dios por medio de Jesucristo.
Ese lugar prometido alienta la esperanza del creyente. No es algo temporal, por glorioso que pudiera resultar, sino una ciudad con perspectiva trascendente y dimensión eterna. El lugar del que Cristo habla a los discípulos será donde Dios manifieste, de un modo singular y especial, Su presencia, como la hacía también en el Lugar Santísimo. Ese lugar reflejará la gloria de Dios.
Son muchos los momentos en la vida en que sentimos que nuestro corazón se turba. Hay momentos en que uno se siente desamparado y hasta despreciado. Pero Jesús les garantizó a sus seguidores que no los dejaría solos en el mundo. Hay un lugar preparado en el cielo para los que creemos en Él. Así nos demuestra su amor y su cuidado fiel.
Tomás no estaba muy seguro de lo que oía (v. 5) Su pregunta tenía razón. Jesús había estado hablando de cosas eternas y de un mundo diferente. La respuesta de Jesús a Tomás es la declaración más fuerte que jamás haya hecho de sí mismo (vv. 6-7).
“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida”. Este es el evangelio en síntesis. En esta oración breve, sencilla y a la vez profunda reunió Jesús toda la sabiduría y la vida eterna. Entonces, ¿cómo podemos acercarnos a Jesús y conocerle? Leyendo la Palabra de Dios (Juan 5:39).

La promesa del Espíritu Santo (vv. 15-26)
Jesús pasó inmediatamente a tratar el tema del Espíritu Santo. Ya había dicho algo sobre la relación que hay entre el Padre y el Hijo. Pero agrega: “Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador”.
Lo que Cristo había dicho acerca de su crucifixión resultaba angustioso para ellos y el anunciarles su marcha llenaba sus corazones de profunda tristeza. Sin duda la mayor necesidad inmediata era una fuente de consuelo.
La ida de Jesús y el envío del Espíritu Santo marcaron un cambio en la forma en que Dios trataría con su pueblo. El Hijo debía regresar a ocupar su lugar a la diestra del Padre para interceder por los suyos. Ahora sería el Espíritu Santo quien estaría en el mundo para convencer al ser humano de pecado y dar a la Iglesia dirección y energía plena como el cuerpo de Cristo.
La misión del Espíritu Santo queda explicada con el título que Jesús le da: “otro Consolador”. El término que se usa en el griego original (paracleto) era el que se usaba para referirse a un abogado o consejero que estaba al lado de su defendido en un juicio. Esto es precisamente lo que hace el Espíritu Santo: acompañar, orientar y sostener al creyente. Jesús prometió “que esté con vosotros para siempre”. El creyente no tiene que estar solo en este mundo hostil.
En el versículo 17 también se le da el nombre de “Espíritu de verdad”. Esto tiene que ver con el hecho de que el Espíritu Santo mora con el creyente y está dentro de su corazón. El mundo se caracteriza por el engaño, el error y la mentira. Pero los seguidores de Cristo tienen al Espíritu de verdad en su corazón.
La promesa de la paz (vv. 27-31)
Este capítulo de las grandes promesas de Jesús concluye con el ofrecimiento de paz que hace a sus discípulos. Ellos iban a necesitar esta paz para poder hacer frente a las persecuciones que se aproximaban.
Pero al prometerles paz, Jesús hace una marcada distinción. Hay una paz que proviene del mundo, la cual es pasajera y no satisface el alma. En cambio, la paz que da el Señor es eterna, profunda y transformadora.
Ya estaba llegando al final de su conversación con los discípulos. Ahora quería enfatizar la naturaleza de los conflictos que le sobrevendrían, y se refiere a Satanás como “el príncipe de este mundo”, pero indica inmediatamente que “él nada tiene en mí”. Es decir que el diablo no tenía poder sobre Él.
En el versículo 31 explica Jesús que en cada uno de sus actos seguía fielmente las órdenes que había recibido del Padre. Esto lo dijo para que ellos se tranquilizaran y entendieran que su ida no era nada sorpresivo o accidental. Al dejar estas magnificas promesas antes de su muerte, Jesús estaba dando pruebas de su amor y cuidado por su Iglesia.