lunes, 20 de febrero de 2017

SIN SANTIDAD NADIE VERÁ AL SEÑOR.

Una triste realidad en nuestros días es que en la iglesia del Señor falta santidad. La mayoría de las congregaciones dedican sus reuniones a la guerra espiritual, a proclamar victoria sobre el enemigo, a reclamar promesas, a declarar prosperidad, etc... predicando un evangelio "light" que lleve a los asistentes a sentirse cómodos y motivados para volver el próximo día. Sin embargo, en pocas ocasiones se habla de temas tan importantes como el pecado, la necesidad de arrepentirse, humillarse ante Dios, consagrarse y vivir en santidad.
Los pastores y líderes adaptan sus mensajes a lo que está de moda, a lo que a la membresía le gusta oír, no a la verdad del puro evangelio. Éstos permiten todo aquello que beneficia su propio ministerio, con el fin de que aumente notablemente la asistencia y, por tanto, las ofrendas, los diezmos, su nivel de vida y, sobretodo, su "renombre".
Por todo esto, es urgente y necesario que la iglesia del Señor experimente un cambio radical de 180º en su vida espiritual. "si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra" (2 Cr 7:14).
Si decimos que somos pueblo de Dios tenemos que cumplir obligatoriamente cada uno de los mandamientos y preceptos que Dios nos ha dejado en su Palabra; no podemos elegir sólo lo que más nos gusta y descartar lo que no nos interesa. La santidad de Dios requiere una pureza moral por parte de los creyentes. No olvidemos que somos seguidores de Cristo y debemos vivir en santidad de la misma manera que él nos enseña en su Palabra.
El creyente debe esforzarse por alcanzar la santidad como un aspecto esencial en su vida. Para ello tiene que abstenerse de los deseos y las costumbres mundanas tales como el tabaco, el alcohol, los juegos de azar, la forma provocativa de vestir, los entretenimientos frívolos, fiestas, etc... Nunca se debe utilizar todo esto como excusa para ganar la amistad de otros y llevarlos así a Cristo, puesto que se convierten en ataduras de las que es muy difícil desligarse. El creyente está en el mundo pero no debe permitir que las cosas del mundo entren en su vida.
La meta de la vida cristiana es la entera santificación. Todo comienza cuando fuimos apartados para Dios en la conversión, y ponemos en práctica esa dedicación a Dios con una vida santa, mediante un proceso por el cual el creyente se ajusta más a la voluntad de Dios y modifica su estilo de vida buscando las cosas que agradan al Señor y no lo apetecible de este mundo.
En nuestro crecimiento espiritual  debemos estar sujetos a lo que la Palabra de Dios nos enseña. En ella encontramos las normas de fe y conducta que necesitamos en nuestro caminar diario. Dejemos a un lado todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida, porque todo esto pasa, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre (1 Juan 2:15-17).
El pueblo de Dios deberá expresar en todos sus caminos su condición de "santo del Señor", cumpliendo su palabra y observando su ley (Dt 26:17-19; Lv 19:2). La santidad está estrechamente identificada con la obediencia a las Leyes de Santidad que aparecen en el libro de Levítico. El ideal de la santidad se transmite de Israel a la iglesia de hoy día. El antiguo mandato sigue vigente para el pueblo de Dios en la actualidad.
Esta exigencia no queda abrogada por la venida de Cristo sino que debe hallar su cumplimiento en la comunidad cristiana (1 Co 7:34; Ef 1:4; Col 1:22; 1 P 1:16), entendiendo que fueron anuladas las ceremonias rituales pero no los mandatos éticos y morales. El pueblo elegido de Dios, separado del mundo, está llamado a una vida de santidad, en conformidad con la palabra revelada. El mandamiento es "sed santos; porque yo soy santo" (Lv 11:44-45).
La historia de la iglesia está repleta de numerosos ejemplos de hombres y mujeres que demostraron con su testimonio que se puede vivir de una manera santa y digna, aunque ello les costara su propia vida; obedecieron a Dios antes que a los hombres, marcando la diferencia entre la vida de un cristiano y la de un pagano.
De igual manera, los creyentes tenemos que hacerles ver a los inconversos que nuestro modo de vida es diferente al suyo. No podemos pretender llevarles a los pies de Cristo siguiendo sus costumbres y tradiciones porque entonces no verán la necesidad de cambiar su vida.
Para concluir este mensaje, señalar que Pablo enfatizó el compromiso del individuo de vivir una vida santa (Ro 6:19-22; 1 Ts 4:3-8). Los cristianos deben perfeccionar la santidad en el temor de Dios: "Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios" (2 Co 7:1).