sábado, 7 de noviembre de 2020

AFRONTANDO LA PANDEMIA Y OTRAS AFLICCIONES.

Tengo en casa un cuadro en el que se puede leer: "Dios no te prometió días sin dolor, risa sin tristeza, sol sin lluvia, pero Él te ha prometido fuerzas para cada día, consuelo para tus lágrimas, y luz para el camino".

Las aflicciones y sufrimientos en la vida cristiana son inevitables. En la mayoría de las ocasiones aparecen de forma repentina e intensa, por lo que el creyente siempre tiene que estar preparado para cuando ese momento llegue. Ya Jesús advirtió a los discípulos que el sufrimiento formaría parte de la vida cristiana. Las aflicciones son comunes a todos los creyentes en todo el mundo.

Es evidente que con frecuencia tenemos problemas de todo tipo, adversidades que producen en nosotros tristeza y dolor; diariamente nos encontramos con dificultades que hacen  mella en nosotros, nos preocupan y nos desaniman. Pero Jesús, después de advertirnos que esto sucedería, nos llama a tener confianza porque Él venció al mundo (Juan 16:33). En medio de las aflicciones de este mundo, es el deber y el privilegio de los creyentes estar de buen ánimo. Orando y esperando confiadamente que Dios nos muestre que propósito tiene él con nosotros al permitir que pasemos por estas tribulaciones. Pensando que la victoria de Cristo es nuestro triunfo sobre todas las cosas.

Sabemos, además, que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien. Cristo murió por nosotros, resucitó y está a la diestra de Dios, intercediendo por nosotros. Nada nos separará del amor de Cristo, ni tribulación, ni angustia, ni enfermedad, etc. Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó (Romanos 8:28-39). Él prometió estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mateo 28:20).

También podemos estar seguros que Dios ve nuestras aflicciones, de cada uno en particular y de su iglesia en general. Cuando el pueblo de Israel estaba en Egipto, Dios oyó su gemido y descendió para librarlos. Así lo hizo por mano de Moisés, acompañando las palabras con prodigios y señales en tierra de Egipto, en el mar Rojo y en el desierto por cuarenta años (Hechos 7:34-36).

Dios es nuestra fortaleza, en él debemos confiar porque él es nuestro escudo y la fuerza de nuestra salvación, nuestro alto refugio (Salmos 18:2). Tenemos que invocar Su Nombre, acercarnos a él en oración cada día, poniendo delante del Trono de la Gracia todas nuestras preocupaciones y echando toda nuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de nosotros (1 Pedro 5:7). Todas nuestras cargas deben ser puestas delante de Dios mediante un acto decisivo de entrega y rendición, con el que son echadas sobre Él y dejamos de llevarlas nosotros. Esta fe absoluta es la que honra a Dios. Lo que ocurre con mucha frecuencia es que sólo a medias le confiamos a Dios nuestras cargas y nuestros problemas, quitándoselos de las manos  después de haberlos depositado en ellas. Véase, además de Mateo 6:25-35, Romanos 5:8 y 8:32.

El rey David declaró su confianza en Dios, gozándose y alegrándose en Su misericordia, porque el Señor había visto su aflicción y había conocido las angustias de su alma (Salmos 31:7). El apóstol Pablo pasó también por muchas aflicciones, pero de todas ellas lo libró el Señor (2 Corintios 1:8-10; 2 Timoteo 3:10-12). Cuando clamamos al Señor, Él nos da fuerzas para afrontar todas las dificultades que se nos presentan cada día y nos ayuda a salir victoriosos de cada una de ellas.

A la misma vez, el Señor nos consuela con su Palabra porque ella es nuestro consuelo en nuestra aflicción; sus dichos nos vivifican (Salmos 119:50). En ella podemos encontrar miles de promesas que nos traerán paz, gozo y esperanza para nuestras vidas. La Palabra de Dios es lámpara nuestros pies y lumbrera a nuestro camino (Salmos 119:105). Cuando leemos las Sagradas Escrituras, buscando la voluntad de Dios y guardando sus mandamientos, llegan las bendiciones a nuestra vida.

Por tanto, esperemos en el Señor y tendremos nuevas fuerzas (Isaías 40:31). Nuestro Dios es un Dios fortalecedor. Él es quien da fuerzas a los débiles; da vigor al cansado y acrecienta la energía al que no tiene fuerzas; es el único que puede multiplicar por cero, sin que el resultado sea cero. La condición indispensable, pero única, es que se confíe en Él, que se espere en Él. Disfrutemos en cada momento de la energía que el poder y la gracia de Dios nos transmite.