domingo, 18 de marzo de 2012

BIENAVENTURADOS LOS POBRES EN ESPÍRITU.

"Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos" (Mateo 5:3).
Cristo comienza el Sermón del Monte con bendiciones, porque él vino al mundo para eso, lo ha enviado el Padre para bendecirnos, a fin de que cada uno se convierta de su maldad (Hechos 3:26). En cierto modo, Jesús pronuncia las bienaventuranzas para corregir las ilusiones de sus seguidores con respecto a la naturaleza de su reino y a las características de sus súbditos. Ellos esperaban un reino material, establecido por medio de la victoria sobre sus enemigos, pensando que serían exaltados por encima de todos los pueblos y que disfrutarían de gran prosperidad y gloria. En contraste con esta idea, Cristo señala que los dichosos en el reino mesiánico no serán los poderosos, los autosuficientes y los que tienen el aplauso del mundo, sino más bien los humildes, los compasivos, los pacificadores y los perseguidos por causa de su Nombre.
Sus enseñanzas están destinadas a animar a los débiles y a los pobres que reciben el Evangelio. Incluso el más pequeño en el reino de los cielos, si su corazón es recto delante de Dios, será feliz con los honores y privilegios de tal reino. Recordemos la promesa de Dios para su pueblo: "Entonces los humildes volverán a alegrarse en el Señor, y aún los más pobres de los hombres se gozarán en el Santo de Israel" (Isaías 29:19).
Los pobres en espíritu son los que no ponen su confianza y esperanza en los bienes materiales sino en Dios. Son los que están desilusionados con su propia persona y reconocen su profunda necesidad espiritual. Se dan cuenta de que les falta la justicia que agrada a Dios y los recursos para llevar una vida santa. Es el espíritu que caracteriza al publicano que oró: "Dios, sé propicio a mí, pecador" (Lucas 18:13).
Pobre en el espíritu es quien tiene bajo concepto de si mismo, como Pablo, el cual a pesar de abundar en todos los dones espirituales, se tenía por menos que el menor de los apóstoles y por el primero de los pecadores.
Esta pobreza en espíritu figura la primera entre las bendiciones de las bienaventuranzas. Los filósofos no reconocieron la humildad como una de las virtudes, pero Cristo la puso en primer lugar, como fundamento de todas las demás virtudes morales.
La pobreza de espíritu nos conduce a buscar el perdón y la ayuda de Dios; nos ayuda a confiar sólo en Él para vencer las tentaciones, soportar las pruebas, hacer su obra y satisfacer las necesidades más profundas de nuestra alma. O sea, que es imprescindible tener este espíritu para entrar en el reino de Dios y disfrutar de sus riquezas espirituales. Por eso, la bienaventuranza de los súbditos del reino comienza con esta actitud.
Aquí podemos disfrutar del reino de la gracia, y para después nos está preparado y reservado el reino de la gloria. Los grandes y ambiciosos de este mundo pasarán pero los humildes, mansos y misericordiosos obtendrán la herencia incorruptible, incontaminada e inmarchitable, reservada en los cielos (1 Pedro 1:4).