martes, 26 de febrero de 2019

PROMESAS PRECIOSAS DE JESÚS.


El capítulo 14 del Evangelio de Juan se desarrolla en torno a la mesa donde Jesús come la cena de despedida con sus discípulos. Su muerte está cercana. La hora que Dios había determinado para que diese Su vida por nuestra salvación había llegado.
El mundo de los discípulos estaba a punto de ser sacudido. Pronto tendrían que pasar por momentos de angustia y sus sueños iban a verse frustrados por los acontecimientos que se aproximaban. Ante esa perspectiva, Jesús se apresuró a prepararlos para que no desmayaran.
¿No nos sucede algo parecido a todos en la actualidad? ¿No es cierto que de un momento a otro nos pueden sobrevenir los más terribles desencantos de la vida? Por eso es por lo que a nosotros también nos llegan oportunamente las promesas que Jesús da en este capítulo.

La promesa del cielo (vv. 1-14)
Hacía poco, Jesús les había hablado acerca de su muerte y su glorificación (Juan 13:31-38). Eso hizo que sintiera compasión de ellos, pues sabía muy bien que pronto se verían sumergidos en un mar de dolor y angustia. Por eso le habló de un momento en el futuro cuando todos los que creen en él se reunirán a su venida para recibir las mansiones eternas que les serán dadas.
Los que oyeron estas promesas hallaron en ellas una base sólida para afianzar su fe en Cristo en medio de la persecución y las tribulaciones que les sobrevendrían.
El Señor les advierte de la realidad de esa promesa. La palabra de Jesús no puede contradecirse y tendrá cumplimiento fiel, porque Dios no puede negarse a Él mismo. Es seguro lo que dice, de manera que nuestra esperanza no puede verse frustrada. El propósito de Jesús al consolar a sus discípulos es hacerles saber que todos tienen lugar en la casa del Padre, lugar que Él va a prepararles.
Han surgido muchas opiniones en relación con las mansiones o moradas en el cielo, pero la única verdad aceptable es que el cielo es un lugar amplio en el cuál entrarán todos los que se han acogido a la gracia de Dios por medio de Jesucristo.
Ese lugar prometido alienta la esperanza del creyente. No es algo temporal, por glorioso que pudiera resultar, sino una ciudad con perspectiva trascendente y dimensión eterna. El lugar del que Cristo habla a los discípulos será donde Dios manifieste, de un modo singular y especial, Su presencia, como la hacía también en el Lugar Santísimo. Ese lugar reflejará la gloria de Dios.
Son muchos los momentos en la vida en que sentimos que nuestro corazón se turba. Hay momentos en que uno se siente desamparado y hasta despreciado. Pero Jesús les garantizó a sus seguidores que no los dejaría solos en el mundo. Hay un lugar preparado en el cielo para los que creemos en Él. Así nos demuestra su amor y su cuidado fiel.
Tomás no estaba muy seguro de lo que oía (v. 5) Su pregunta tenía razón. Jesús había estado hablando de cosas eternas y de un mundo diferente. La respuesta de Jesús a Tomás es la declaración más fuerte que jamás haya hecho de sí mismo (vv. 6-7).
“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida”. Este es el evangelio en síntesis. En esta oración breve, sencilla y a la vez profunda reunió Jesús toda la sabiduría y la vida eterna. Entonces, ¿cómo podemos acercarnos a Jesús y conocerle? Leyendo la Palabra de Dios (Juan 5:39).

La promesa del Espíritu Santo (vv. 15-26)
Jesús pasó inmediatamente a tratar el tema del Espíritu Santo. Ya había dicho algo sobre la relación que hay entre el Padre y el Hijo. Pero agrega: “Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador”.
Lo que Cristo había dicho acerca de su crucifixión resultaba angustioso para ellos y el anunciarles su marcha llenaba sus corazones de profunda tristeza. Sin duda la mayor necesidad inmediata era una fuente de consuelo.
La ida de Jesús y el envío del Espíritu Santo marcaron un cambio en la forma en que Dios trataría con su pueblo. El Hijo debía regresar a ocupar su lugar a la diestra del Padre para interceder por los suyos. Ahora sería el Espíritu Santo quien estaría en el mundo para convencer al ser humano de pecado y dar a la Iglesia dirección y energía plena como el cuerpo de Cristo.
La misión del Espíritu Santo queda explicada con el título que Jesús le da: “otro Consolador”. El término que se usa en el griego original (paracleto) era el que se usaba para referirse a un abogado o consejero que estaba al lado de su defendido en un juicio. Esto es precisamente lo que hace el Espíritu Santo: acompañar, orientar y sostener al creyente. Jesús prometió “que esté con vosotros para siempre”. El creyente no tiene que estar solo en este mundo hostil.
En el versículo 17 también se le da el nombre de “Espíritu de verdad”. Esto tiene que ver con el hecho de que el Espíritu Santo mora con el creyente y está dentro de su corazón. El mundo se caracteriza por el engaño, el error y la mentira. Pero los seguidores de Cristo tienen al Espíritu de verdad en su corazón.
La promesa de la paz (vv. 27-31)
Este capítulo de las grandes promesas de Jesús concluye con el ofrecimiento de paz que hace a sus discípulos. Ellos iban a necesitar esta paz para poder hacer frente a las persecuciones que se aproximaban.
Pero al prometerles paz, Jesús hace una marcada distinción. Hay una paz que proviene del mundo, la cual es pasajera y no satisface el alma. En cambio, la paz que da el Señor es eterna, profunda y transformadora.
Ya estaba llegando al final de su conversación con los discípulos. Ahora quería enfatizar la naturaleza de los conflictos que le sobrevendrían, y se refiere a Satanás como “el príncipe de este mundo”, pero indica inmediatamente que “él nada tiene en mí”. Es decir que el diablo no tenía poder sobre Él.
En el versículo 31 explica Jesús que en cada uno de sus actos seguía fielmente las órdenes que había recibido del Padre. Esto lo dijo para que ellos se tranquilizaran y entendieran que su ida no era nada sorpresivo o accidental. Al dejar estas magnificas promesas antes de su muerte, Jesús estaba dando pruebas de su amor y cuidado por su Iglesia.