domingo, 28 de noviembre de 2021

EL ESCUDO DE LA FE.

 

“Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno” (Efesios 6:16).

Este versículo no hace referencia al escudo pequeño y redondo para la lucha personal cuerpo a cuerpo, sino al escudo grande (thureos) que era levantado sobre la cabeza del soldado. Cuando los soldados romanos caminaban agrupados, la primera fila ponía los escudos grandes al frente y las finales restantes los levantaban sobre la cabeza, protegiéndose así de los dardos, lanzas o flechas que los enemigos les lanzaban.

El escudo de la fe debe ser tomado siempre, en todas circunstancias; es un arma indispensable en la armadura del cristiano. La fe a la que Pablo hace referencia aquí es la confianza que desde el principio hemos puesto en Dios, la fe en Cristo que nos ha traído salvación y nos sigue trayendo bendición y fortaleza cada día. Esta misma fe nos conduce a la victoria porque está puesta en Cristo Jesús y ha vencido al mundo (1 Jn 5:4).

En tiempos bíblicos las puntas de las flechas se envolvían con pedazos de tela que se habían sumergido en brea y justo antes de lanzarlas se encendían, convirtiéndose en dardos de fuego. La protección más segura contra esos dardos era el escudo, cuya cobertura de metal o cuero sumergido en agua podía detener y apagar las flechas del enemigo.

El escudo de la fe impide que los dardos lanzados por el maligno alcancen al creyente; además, no solo protege, sino que también los apaga. La fe cristiana es poderosa y efectiva porque descansa plenamente en Jesucristo, y Él es infinitamente poderoso y absolutamente confiable.

Los dardos de fuego del maligno pueden manifestarse de diferentes maneras: inmoralidad, odio, orgullo, duda, temor, desconfianza y otros muchos pecados. En ocasiones, los ataques son tan fuertes que el creyente puede llegar a tambalearse, a pesar de su fe. Cuando esto ocurra debemos mantenernos firmes, confiando en las promesas del Señor, escuchando su voz que nos dice “No temas; cree solamente” (Lc 8:50).

Negándonos a nosotros mismos y mirando a Dios, depositando toda confianza en Él con respeto a todos los asuntos de nuestra vida, confiando en su Palabra y sus promesas, es posible repeler esta lluvia de dardos encendidos.

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