sábado, 28 de marzo de 2020

UN CORAZÓN HUMILDE ANTE DIOS.


Muchas veces, los creyentes suponen que sus buenas obras les aseguran una buena relación con Dios. Sin embargo, necesitamos algo más que acciones religiosas. Necesitamos un corazón humilde ante Dios.
La parábola del fariseo y el publicano (Lucas 18:9-14) va dirigida a todos aquellos que se creen justos ante Dios, y con frecuencia consideran inferiores a los demás y los desprecian (v. 9). Esto es un hecho real que tristemente se repiten en todas las iglesias.
Abundan muchos “fariseos”, sobre todo en el liderazgo, que personifican el orgullo y el egoísmo religioso. A éstos les encanta autotitularse “maestros sabelotodo”, siempre quieren tener un lugar destacado sobre los demás. Estas personas autoritarias no se aguantan “ser uno más”, sino que necesitan tener lugares de “autoridad frente a los demás”, y dan a todos muestra de que ellos sí que conocen la Palabra de Dios y todo lo hacen bien.
Para ellos la imagen lo es todo. Buscan lugares de honor, ser conocidos en el mundo evangélico, ser reconocidos por su “poder espiritual”. Son legalistas en lo superficial. Parecen que están consagrados, pero en su interior hay maldad. Buscan reconocimiento a cualquier precio.
La actitud y oración del fariseo.
El templo era un lugar familiar para el fariseo de la parábola. El hecho de que estuviera allí de pie él solo demuestra su menosprecio por los demás, y su interés de que lo vieran; éste es el carácter que Cristo describió acerca de ellos cuando dijo que todo lo hacían para ser vistos de los hombres. Hay muchos también hoy día a quienes vemos en el templo, pero lamentablemente no los veremos en el último día a la diestra de Dios.
Vemos cómo se dirige a Dios el fariseo: “Puesto en pie, oraba consigo mismo” (v. 11): se apoyaba en sí mismo, con el ojo puesto en sí mismo, no en la gloria de Dios. Ha venido al templo únicamente para decirle a Dios las muchas y buenas cosas que ha hecho él mismo. El fariseo realmente no iba a orar; iba a informar a Dios de lo bueno que era.
Despreciaba a los demás, pues pensaba que era mejor que el resto de la humanidad y no sólo se contenta con ello, sino que, para mayor complacencia en sí mismo, se compara con el publicano que estaba allí orando.
Podemos dar gracias a Dios por no ser, por su gracia y misericordia, tan malos como algunos; pero hablar como si fuésemos los mejores es orgullo, irreverencia a Dios e insultos a nuestros prójimos. Como ha dicho un escritor en nuestros días: “Hay quienes necesitan ver pecar a otros para sentirse justificados ellos mismos”.
La Biblia nos advierte que no debemos compararnos con los demás (2 Corintios 10:12). El profeta Isaías advirtió que las obras de justicia no son señal de que merecemos una buena relación con Dios. Esos esfuerzos personales nuestros para hacernos merecedores de la bondad son como trapos de inmundicia en su presencia (Isaías 64:6). Aunque Dios nos creó para que hagamos buenas obras (Efesios 2:10), no son nuestras buenas obras las que nos dan la salvación.
La actitud y oración del publicano.
La segunda persona que aparece en la parábola es un publicano, un recaudador de impuestos al servicio de los romanos. Por eso no es de sorprenderse que los judíos los vieran como traidores y los despreciaran.
Debido a su posición dentro de la comunidad judía, es probable que los publicanos no fueran con mucha frecuencia al templo. El publicano de la parábola se quedó a cierta distancia, porque se sentía avergonzado de su condición, y porque se sentía indigno a los ojos de Dios (v.13).
Su oración, la cual era todo lo contrario a la del fariseo, estaba llena de humildad y arrepentimiento; deseosa de perdón y misericordia. Manifestaba una sincera contrición, pues “se golpeaba el pecho”, lo cual era señal de un gran remordimiento y enternecimiento del corazón por causa del pecado. Finalmente, vemos la aceptación que el publicano halló ante los ojos de Dios (v. 14).
Una lección que no podemos dejar de aprender de la confesión del publicano es que uno de los fundamentos del carácter es el sentido personal de pecado. El pecado significa separación de Dios, y confesar el pecado, arrepentirse, e interesarse en librarse de él, no es morboso o ilusorio sino esencial para la vida presente y la venidera.
Se cuenta que una vez le preguntaron a Guillermo E. Gladstone cuál era la mayor necesidad de la vida moderna, a lo que él contestó con lentitud y reflexión: “Ah, un sentido de pecado; esta es la mayor necesidad de la vida moderna”.
La parábola concluye apropiadamente con estas palabras de Jesús: “porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido”. La palabra final es de alabanza a la humildad, la cual no es un sentido equivocado de inferioridad. Jesús dio gran importancia a esta virtud y la exigió de sus seguidores.
La humildad es la cualidad distintiva del cristiano. Sin esta virtud, es falso o inmaduro. Somos prudentes cuando aprendemos que el único camino hacia arriba va hacia abajo. 


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