Con el capítulo 16 se alcanza el
final del Evangelio según Marcos. El evangelio es el mensaje de salvación. Este
comprende la obra redentora de Jesucristo, hecha por nosotros en la Cruz. Pero
de nada valdría todo el sufrimiento y la muerte del Salvador, si no se hubiese
producido Su resurrección. Es verdad que el Señor fue entregado por nuestras
transgresiones, pero también fue resucitado para nuestra justificación (Ro.
4:25).
El apóstol Pablo hace notar la
inutilidad de un evangelio si Jesús no resucitase, como dice: “Si Cristo no resucitó, vana es entonces
nuestra predicación, vana es también vuestra fe” (1 Co. 15:14). La gran
verdad del Evangelio es que Jesús murió y resucitó de los muertos. Este es el
mensaje con que Marcos cierra el relato de la Persona y obra de Jesucristo.
La resurrección de Cristo no solo
permite la justificación, sino que condiciona la vida de cada cristiano. El
Señor ascendido al cielo ha hecho que nuestras vidas sean celestiales,
escondidas con Él en Dios, de modo que nuestra orientación ha de ser la de
buscar las cosas de arriba, donde
está Aquel que es sustentador, dador y razón de nuestras vidas.
La vida cristiana ha de ser en
reproducción de la vida de Jesús. Esa transformación es lograda por la acción
del Espíritu Santo, de ahí que sea absolutamente necesario una vida de
dependencia de Él, como el apóstol Pablo lo indica: “Andad en el Espíritu” (Gá. 5:16). La santidad no es una opción
sino la única forma de vida cristiana. No se trata de una determinación
personal, sino de una obediencia incondicional: “Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pe. 1:16).
Llegados ya al final del
Evangelio, podemos resaltar otra enseñanza que tiene que ver con el mandato de
la evangelización, esto es proclamar el mensaje de salvación a todas las gentes
en todas las naciones. Esto no es algo optativo, se trata de un mandamiento que
Jesús establece: “Y les dijo: Id por todo
el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Mr. 16:15).
En la llamada oración intercesora
u oración sacerdotal que recoge Juan, el Señor dice a su Padre que ya había
enviado a los discípulos al mundo como Él mismo había sido enviado (Jn. 17:18).
Quiere decir que ya había decidido el envío al mundo de los cristianos para
llevar el evangelio.
El Señor les da el mandamiento de
proclamar el evangelio. Debían hacerlo yendo,
es decir, mientras iban por todo el mundo, en el desarrollo de su vida
cotidiana o por causa del llamado específico que el Espíritu hiciera a lo largo
de la historia de la iglesia, cada creyente tiene la responsabilidad de
predicar el evangelio.
Así ocurrió, a modo de ejemplo,
con los creyentes que llegaron a Antioquía como consecuencia de la persecución
en Judea (Hch. 11:19-21). El mandato está dirigido a los apóstoles en primer
lugar, pero, por extensión, a todos los cristianos en todos los tiempos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario