lunes, 16 de junio de 2014

AMOR, ACEPTACIÓN Y PERDÓN.

El amor, la aceptación y el perdón son tres cosas absolutamente necesarias en todo ministerio que quiera llevar a las personas a la restauración de sus vidas.
Si la iglesia quiere llegar a ser una fuerza espiritual al servicio de Dios en este mundo debe aprender a amar, aceptar y perdonar a las personas.
La iglesia está en el mundo para ministrar salvación a través del nombre de Jesucristo. Así pues, la iglesia del Señor es el lugar donde las personas necesitan ser salvadas, sanadas y restauradas en todos los aspectos de su vida. Pero antes de que la gente pueda acudir a la iglesia, debemos ofrecerle ciertas garantías.
Lo primero que tenemos que garantizarles es que serán amadas siempre, en toda circunstancia sin excepción. Lo segundo, que serán totalmente aceptadas, sin reservas de ninguna clase. Lo tercero, que por muy lastimoso que sea su fracaso o escandaloso su pecado, tendrán perdón sin reservas con solo pedirlo sinceramente y sin que nadie quede con resentimiento en su corazón.
Iglesia somos todos y si no les garantizamos estas tres cosas, jamás nos permitirán tener el maravilloso privilegio de restaurarlas mediante la comunión de la iglesia.
Amaos unos a otros
“Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte” (1 Juan 3:14).
Según este versículo de las Escrituras, la evidencia de que somos hijos de Dios es nuestro amor por los demás creyentes. Si no tenemos amor, permanecemos “en muerte”, no somos hijos de Dios, aparte de la experiencia espiritual que afirmemos haber tenido en el pasado.
Hoy la iglesia de Jesucristo necesita contraer el compromiso de amar a la gente para luego dedicarse a cumplir ese compromiso. Todo nuestro estilo de vida les debería estar diciendo a los demás: “Si por casualidad se le ocurre venir a visitarnos, tenga la seguridad de que vamos a amarlo. No importa quién sea usted, lo que haya hecho en su vida, que aspecto tenga; lo vamos a amar igual”.
Debemos recordar que la palabra griega que aquí se traduce amor es ágape. El amor ágape primeramente existe y luego afecta a las emociones. Es un compromiso que contraemos con otra persona y que nos motiva a actuar en beneficio de ella.
Este concepto del amor es totalmente extraño a nuestra cultura. Porque la mentalidad de este mundo nos lleva a amar y dar solamente cuando hay razón para suponer que nuestro amor será correspondido.
En el reino de Dios primero amamos a una persona y luego procedemos a conocerla. El amor es un compromiso y en su acción es independiente de nuestros sentimientos o de la falta de ellos. Nosotros necesitamos alcanzar con este amor a todo aquel que venga a la iglesia.
Una iglesia que pueda contraer con toda persona el compromiso anteriormente citado es una iglesia que está aprendiendo a amar y que será una fuerza al servicio de Dios.
La aceptación: el amor en acción
“Cuando vieron esto los fariseos, dijeron a los discípulos: ¿Por qué come vuestro Maestro con los publicanos y pecadores? Al oír esto Jesús, les dijo: Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia quiero y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento” (Mateo 9:11-13).
Amar significa aceptar a la gente tal como es por causa de Cristo. Jesús no se apartó de los demás para ir solamente a la sinagoga. Al contrario: se relacionó de tal manera con los pecadores que los santurrones de aquel entonces se sintieron molestos con la situación.
Jesús pasó la mayor parte de su tiempo con pecadores desagradables, marginados y enfermos. Y cuando esa clase de gente encuentra a alguien que los ama y acepta, se acercan a Dios y cambian sus vidas.
Aceptar a la gente sin reservas de ninguna clase debería ser un hábito en nosotros. Porque cuando cultivamos el hábito de aceptar a las personas, éstas se abren con nosotros, nos tienen afecto y confían instintivamente en nosotros. Otro motivo aún más importante es que Dios nos hizo aceptos en el Amado (Efesios 1:6).
Por otra parte, tiene que quedar bien claro que aceptar no es dar licencia. Siempre debemos aceptar a la persona con sus problemas y necesidades, a fin de ayudarla, pero nunca aceptaremos su pecado ni sus conductas indignas, faltas de santidad.
El perdón: dejar de hacer el papel de Dios
“Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efesios 4:32).
El perdón es el acto por el cual libramos al prójimo de nuestro juicio. Pero librar a una persona de nuestro juicio no significa que estemos de acuerdo con lo que haya dicho o haya hecho. Simplemente significa que no actuaremos como jueces. No la sentenciaremos como culpable.
Insistir en ser juez de otro es hacer el papel de Dios con él. La Palabra dice: “Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor” (Romanos 12:19).
Además, todas las injurias que nosotros hayamos sufrido a causa de la mala actitud de nuestro prójimo jamás podrán ser comparadas con las ofensas que Jesús, que nunca cometió pecado, tuvo que soportar al ser crucificado. Con todo esto, ¡extendió su perdón! Y al hacerlo nos dejó un ejemplo.
“No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados” (Lucas 6:37).
Debemos ser muy humildes y prudentes al juzgar a los demás, pues también nosotros deseamos que los demás sean prudentes y caritativos al juzgarnos a nosotros.
Cuando predomina el amor, la aceptación y el perdón, la iglesia de Jesucristo se convierte en un centro para la curación y restauración de muchos enfermos espirituales y una gran fuerza al servicio de Dios.