El amor, la aceptación y el perdón son tres cosas
absolutamente necesarias en todo ministerio que quiera llevar a las personas a
la restauración de sus vidas.
Si la iglesia quiere llegar a ser una fuerza espiritual al
servicio de Dios en este mundo debe aprender a amar, aceptar y perdonar a las
personas.
La iglesia está en el mundo para ministrar salvación a través
del nombre de Jesucristo. Así pues, la iglesia del Señor es el lugar donde las
personas necesitan ser salvadas, sanadas y restauradas en todos los aspectos de
su vida. Pero antes de que la gente pueda acudir a la iglesia, debemos
ofrecerle ciertas garantías.
Lo primero que tenemos que garantizarles es que serán amadas
siempre, en toda circunstancia sin excepción. Lo segundo, que serán totalmente
aceptadas, sin reservas de ninguna clase. Lo tercero, que por muy lastimoso que
sea su fracaso o escandaloso su pecado, tendrán perdón sin reservas con solo
pedirlo sinceramente y sin que nadie quede con resentimiento en su corazón.
Iglesia somos todos y si no les garantizamos estas tres
cosas, jamás nos permitirán tener el maravilloso privilegio de restaurarlas
mediante la comunión de la iglesia.
Amaos unos a otros
“Nosotros
sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que
no ama a su hermano, permanece en muerte” (1 Juan 3:14).
Según este versículo
de las Escrituras, la evidencia de que somos hijos de Dios es nuestro amor por
los demás creyentes. Si no tenemos amor, permanecemos “en muerte”, no somos
hijos de Dios, aparte de la experiencia espiritual que afirmemos haber tenido
en el pasado.
Hoy la iglesia de
Jesucristo necesita contraer el compromiso de amar a la gente para luego
dedicarse a cumplir ese compromiso. Todo nuestro estilo de vida les debería
estar diciendo a los demás: “Si por casualidad se le ocurre venir a visitarnos,
tenga la seguridad de que vamos a amarlo. No importa quién sea usted, lo que
haya hecho en su vida, que aspecto tenga; lo vamos a amar igual”.
Debemos recordar que la palabra griega que aquí se traduce
amor es ágape. El amor ágape primeramente existe y luego afecta
a las emociones. Es un compromiso que contraemos con otra persona y que nos
motiva a actuar en beneficio de ella.
Este concepto del amor es totalmente extraño a nuestra
cultura. Porque la mentalidad de este mundo nos lleva a amar y dar solamente
cuando hay razón para suponer que nuestro amor será correspondido.
En el reino de Dios primero amamos a una persona y luego
procedemos a conocerla. El amor es un compromiso y en su acción es
independiente de nuestros sentimientos o de la falta de ellos. Nosotros
necesitamos alcanzar con este amor a todo aquel que venga a la iglesia.
Una iglesia que pueda contraer con toda persona el compromiso
anteriormente citado es una iglesia que está aprendiendo a amar y que será una
fuerza al servicio de Dios.
La aceptación: el amor
en acción
“Cuando
vieron esto los fariseos, dijeron a los discípulos: ¿Por qué come vuestro
Maestro con los publicanos y pecadores? Al oír esto Jesús, les dijo: Los sanos
no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Id, pues, y aprended lo que
significa: Misericordia quiero y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a
justos, sino a pecadores, al arrepentimiento” (Mateo 9:11-13).
Amar significa aceptar
a la gente tal como es por causa de Cristo. Jesús no se apartó de los demás
para ir solamente a la sinagoga. Al contrario: se relacionó de tal manera con
los pecadores que los santurrones de aquel entonces se sintieron molestos con
la situación.
Jesús pasó la mayor
parte de su tiempo con pecadores desagradables, marginados y enfermos. Y cuando
esa clase de gente encuentra a alguien que los ama y acepta, se acercan a Dios
y cambian sus vidas.
Aceptar a la gente sin
reservas de ninguna clase debería ser un hábito en nosotros. Porque cuando
cultivamos el hábito de aceptar a las personas, éstas se abren con nosotros,
nos tienen afecto y confían instintivamente en nosotros. Otro motivo aún más
importante es que Dios nos hizo aceptos en el Amado (Efesios 1:6).
Por otra parte, tiene
que quedar bien claro que aceptar no es dar licencia. Siempre debemos aceptar a
la persona con sus problemas y necesidades, a fin de ayudarla, pero nunca
aceptaremos su pecado ni sus conductas indignas, faltas de santidad.
El perdón: dejar de hacer el papel de Dios
“Antes
sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos otros, como
Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efesios 4:32).
El perdón es el acto
por el cual libramos al prójimo de nuestro juicio. Pero librar a una persona de
nuestro juicio no significa que estemos de acuerdo con lo que haya dicho o haya
hecho. Simplemente significa que no actuaremos como jueces. No la
sentenciaremos como culpable.
Insistir en ser juez
de otro es hacer el papel de Dios con él. La Palabra dice: “Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor” (Romanos 12:19).
Además, todas las
injurias que nosotros hayamos sufrido a causa de la mala actitud de nuestro
prójimo jamás podrán ser comparadas con las ofensas que Jesús, que nunca
cometió pecado, tuvo que soportar al ser crucificado. Con todo esto, ¡extendió
su perdón! Y al hacerlo nos dejó un ejemplo.
“No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no
seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados” (Lucas
6:37).
Debemos ser muy
humildes y prudentes al juzgar a los demás, pues también nosotros deseamos que
los demás sean prudentes y caritativos al juzgarnos a nosotros.
Cuando predomina el
amor, la aceptación y el perdón, la iglesia de Jesucristo se convierte en un
centro para la curación y restauración de muchos enfermos espirituales y una
gran fuerza al servicio de Dios.